Señor Alemán

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Ir al este siempre me resulta como caminar hacia lo oscuro, no es lo mismo que ir a Inglaterra, donde la gente habla inglés y la lengua en el tren progresivamente se convierte primero en francés y luego en inglés. Es como ir más cerca de un borde que no se va a cruzar nunca, no sólo por lo ininteligible que me resulta el alemán sino también por algo que no sé explicar muy bien, y que no voy a explicar aquí tampoco. Quizá eso cambie algún día.

Como muchas personas de mi generación, la primera vez que tuve noticia alguna de Berlín fue cuando se cayó el muro. La caída es una de esas imágenes icónicas que siempre harán parte de la memoria colectiva, como el zepelín incendiándose o la caminata de Armstrong en la luna; pero que de alguna forma están más taladradas en el hipocampo por aquello de verlo en vivo y en directo, porque en los días siguientes la historia estaba en la frescura del periódico y no en la fría estampa de un libro de historia, o de un periódico de anteayer de esos que se ven en filminas en la hemeroteca, sentado en una silla ridículamente fría. Es extraño saber que la foto de la primera página del periódico va a salir repetida en un capítulo de libro de historia de colegio en unos cuantos años.

El primer Alemán que conocí fue un tipo llamado Raso, amigo de mi papá. Raso era un tipo muy alto para los estándares colombianos y que hablaba un español con acento, lo cual es bastante inusual y curioso cuando uno tiene 10 años y vive en un pueblo remoto de tierra caliente. El alemán vestía siempre una chaqueta de cuero (¿o cuerina?) café, y despedía un olor bastante fuerte del cual todos en la casa hablaban cuando él no estaba. Sobra decir que esto del olor no tiene nada que ver con el hecho de que él fuera alemán. Raso se quedó en la casa por unos días, visitando con mi papá muchas fincas para cerrar un negocio de animales. Él vivía generalmente en Ecuador, cerca del mar y lejos de la capital, y sabía mucho de animales de finca. Venía a Colombia a comprar una manada de chivos. Uno de esos chivos, Sebastián en honor a un galán de telenovela de la época, se quedaría en el patio de la casa por algunos días antes de ser sacrificado y cocinado para despedir a Raso. Yo no comí Sebastián.

Mi papá conoció a este señor en su trabajo, como a todos los extranjeros que llegaban a la casa, gente loca del norte a la que le daba el arranque de estudiar o trabajar en la agricultura del trópico. A mi papá le gustaba llevar extranjeros a la casa y ponerlos a hablar de su país, y de vez en cuando intervenir como si él también conociera el lugar. Raso había estudiado medicina por un tiempo y recuerdo haberlo sorprendido mucho con mi recitación de memoria del proceso digestivo. Lo único que hasta el sol de hoy recuerdo de toda esa retahíla es la palabra pepsina. Por esa época los exámenes de biología e historia los preparaba grabando el texto en un casete y escuchando la cinta una y otra vez. Consideraba el proceso toda una maravilla tecnológica.

Aunque no lo sé con certeza me imagino que Raso hizo investigación en el instituto donde trabajaba mi papá, y supongo que al cabo de unos cuantos años decidió quedarse en el trópico para siempre, tener una finca con chivos y otros animales en algún lugar desconocido del Ecuador y nunca jamás regresar a Alemania. De Raso nunca se volvió a saber nada, y hoy me acordé de su pinta de chaqueta de cuero que desentonaba tanto en el calor del valle, pero que sin duda tendría mucho sentido aquí, en la fría Berlín de finales de 2009. No me acuerdo si Raso era del este o el oeste, igual no importa. Me gustaría verlo, invitarlo a un currywurst, y decirle cuánto me gusta la capital de su país, y contarle así como él me enseñó los números en Alemán desde el uno hasta el diez.

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